Pájaro Sosa no se siente frustrado, no. Es de los eternos luchadores a los que la vida premiará en algún momento. No siente vergüenza cuando lo acusan de vago por no querer entrenarse durante la semana. Se enorgullece. “Si el Diego lo hacía por qué yo no. A mí me gusta jugar no entrenarme”, se sincera el número 16 rodeado por dos chicas con papel de asistentes. “Pedí apretar y se lo tomaron en serio, ¿eh?”, carga a las extras Sosa, un Sosa que no dejará de usar anteojos de sol nunca.
“Los compré en el Predio Ferial, me quitan visión pero son más facheros para jugar, quenó”. Quizás su mayor desilusión es no haber podido darle a Pocha, su esposa, una vida llena de luces; una vida sin limitaciones; una vida de botinera.
“Ella no puede decir que es botinera. Ha sido engañada. Esperaba de mí a una estrella y le fallé. Cuando nos casamos pesaba 55. Ahora está en 105. Pobre mi gorda, está deprimida”, reconoce Pájaro en actitud sincera. “El 11 de diciembre cumplí años y la gorda quiso sorprenderme. Se compró una tanga con mi cara. Llego a la casa y la veo ahí a ella, hermosa, mi reina. ‘Cómo me veo, a que te hago acordar’, me pregunta haciéndose la sesi. Como un Colchón atao”, cuenta.
Pocha no fue la única castigada por los años de sinsabores. La cero habilidad de Pájaro se refleja, además, fuera de las cancha. No es un buen negociador.
Explota su imagen recibiendo canjes. “En Radio Famaillá trabajé por el apretao de salame y queso y la gaseosa. Este año pedí el mismo apretao pero con porrón”, dice con la cabeza gacha concentrado en el brillo de sus botines negros, los mismos que usaba Maradona en el Mundial 86: “Los cuido como oro. Le pasó la grasita calentita del bife. Es lo mejor”.